Como se sabe, era el conde de Tiraña mal conde y peor hombre. No contento con tener sometido a todo el Valle del Nalón a su despótico dominio, le gustaba ensañarse con la gente, aunque fuera esta gente de religión. Así se cuenta de él que llegó a matar a un cura, ante el mismo altar donde estaba dando misa, por no haber esperado para comenzarla a que llegara de caza.
No contento con su maldad natural, el conde era, asimismo, algo fauto y hacía ostentaciones ridículas, por el moro afán de recalcar su poder y de puro presuntuoso que llegaba a ser. Una de estas fatuidades se le ocurrió a lo tonto, como la mayoría de ellas, una mañana cualquiera de esas que andaba ocioso, y consistió en ponerle a una de sus novillas un rico collar del que colgaba un cencerro de oro. Pensando, seguramente, que todo el mundo podría distinguir a lo largo de todo el valle el delicado y prístino sonido de su esquila, mando que saliera el ganado, como siempre, a apacentarlo por las laderas de Peña Mayor.
Así lo hicieron los pastores y llevaron las vacas a las praderías habituales. Sin embargo, una de las novillas, precisamente la que llevaba el cencerro de oro, se despistó del resto y fue a caer en el pozo de Funeres. Enterados los pastores por los angustiosos mugidos de la novilla, corrieron a avisar al conde para ver que tenían que hacer, pues el pozo era hondo y de él se decían muchas maldades. El conde, que no estaba para supersticiones de siervos y no tenía intención de perder su cencerro de oro, ordenó que bajara al instante alguien a sacar la esquila y, faltaría más, la novilla.
Le tocó a un joven pastor, el más audaz, habitualmente, en todas las labores. Amarraron las cuerdas a las rocas vecinas y, ayudado por sus compañeros, comenzó a bajar el pastor por el pozo aquel, que parecía de nunca acabar. Cuando al final llego al fondo, el pastor examinó las heridas de la novilla y, viendo que ya no se podía hacer nada por ella, le quito el cencerro de oro y dio señal para que le subieran. Empezaron a subirle y, cuando ya estaba casi fuera, oyeron todos la voz del pastor.
– Soltáime pa baxo, que mordiéronme tantes culiebres, sapos y gafures, que traigo tanto veneno como pa envenenar a tous los de Tiraña.
El conde, que estaba allí viendo el rescate, sin dudarlo un momento, mandó al pastor que tirase el cencerro de oro por encima suyo, para salvarla, y, a continuación, con total tranquilidad, ordenó que soltaran al pobre pastor en el pozo, del cual nunca salió.