Erase el Padre Adulfo un ermitaño que moraba en el tronco de un árbol y tenía fama de santo en el país, por sus austeridades.
Cierta noche en la que regresaba de encender la lámpara del santuario próximo, halló un mancebo ricamente vestido y una bellísima joven.
– Padre mío, le dijo el mancebo, vos que sois el amparo de los huérfanos, socorred a esta hermosa virgen, hermana mía, a quien os entrego para que la suministréis el bautismo y la instruyáis en vuestra religión, pues yo parto a la guerra.
Y, dicho esto, montó en su caballo negro, y, salvando precipicios, torrentes y peñascos, desapareció.
No hay que decir sino que el tal joven era Satanás en persona, y su fingida hermana, una diablesa que aquel dejase al lado de Adulfo para tentarle.
Dios había permitido la tentación en castigo de la vanidad del ermitaño, que se tenía por fuerte frente a las infernales asechanzas.
El Padre, al lado de la hermosa, olvidó todas sus virtudes pronto: abandonó su sayal y su ermita para irse con su manceba a un castillo, donde ambos siguiesen más y más encenagados en el vicio, y, como fruto de tales amores de perdición, nació luego un perverso íncubo que llegó a ser un terrible guerrero contra la Cruz.
Cierta noche en que Adulfo tenía un banquete en su palacio, su hijo, que estaba embriagado por el vino, quiso asestar una estocada a un caballero a quien odiaba, pero, equivocándose, fue a su propio padre a quien dio muerte.
Un rayo cayó en aquel instante sobre el castillo, que se desplomó sobre todos, llevándoselos al infierno.