En la montaña, la muerte desata los miedos tenebrosos. Se teme la agonía, se teme el final oscuro y se temen las señales que avisan, acercan al temor irracional o reviven el ya acontecido. Son “señes”. Son los animales domésticos dando muestras de penalidad por la muerte cercana. Son apariciones de personas en agonía desconocida, contempladas por familiares en lugar distante. Son espectros gemelos vigilando la vida. Son voces amigas llamando a lo lejos. Son gemidos llegados del más allá.
Así lo sintió un sastre que tuvo que cruzar por la braña de la Senra. Alguien le previno porque, ya desde hacía días, allí mismo, se oían quejas en la noche sin estar mortal alguno presente. El deber obligaba y cruzó decidido. Al llegar a la Senra empezó a soñar el plañir que rompía el alma a los vivos. El sastre siguió atrevido, pero el gemido le rozaba los talones persiguiéndolo, amenazándolo.
Acortó el paso y, sintiéndolo encima, trazó un circulo en el suelo con las tijeras, en el medio hizo un cruz y encarándose con el espectro demandó, por la cruz, los motivos de tal agonía sobrenatural. Replicó lúgubre. Había pisado tierra y, en aquel tiempo, robaba avariento, cambiaba de sitio los mojones en su favor y por tanto, no merecía descanso tras la muerte.
Rogó, señaló el hogar de un hermano vivo que debía volver lo acaparado con mañas de usurero y sollozó con mil gemidos finales.
Dícese que el sastre cumplió lo rogado y, desde aquella noche, el silencio volvió a las nieblas de la braña.
Texto: Rutas y Leyendas de Asturias (Guías Cajastur, nº5) Miguel Trevín
Foto: Javier Habladorcito