Hay a veces que no se debe ser curioso, incluso cuando lo que provoca la curiosidad sea algo desconcertante o fuera de lugar.

Véase, si no, lo que pasó  a una vecina de la casería de Otariz, de la parroquia de  Linares, del concejo de San Martín del Rey Aurelio. La buena mujer madrugó un día más de la cuenta, pues tenía que ir a misa y su casa estaba algo lejos de la iglesia, y se puso en marcha cuando todavía era noche cerrada. Acostumbrada como estaba, caminaba con bastante determinación, sin prestar atención al camino. Estaba llegando a una fuente en la que siempre le gustaba echar un trago, cuando oyó un ruido raro; bueno, raro no, fuera de lugar se podría decir, porque aquello sonaba como si alguien estuviese amontonando hojas con un rastrillo; ella conocía bien el sonido y no se creía engañar cuando oía lo que oía, pero aquella vez pensó para sí misma:

-¿Quién diba andar a fueya a talis horis, sin apenis se vin lus deus delanti los güeyus?

la mujer del rastrilloNo le faltaba razón, así que sin darle más importancia, bebió un poco de agua y se dispuso a seguir su camino. El caso es que el ruido no desaparecía, y ya con la mosca detrás de la oreja, subiose a una roca a ver qué era el dichoso sonido. Poco se veía, como ya se ha dicho, pero entre las primeras luces del amanecer y por entre la nieblina que se levantaba a esas horas, le pareció ver un bulto que se movía sin parar, como si estuviese haciendo algo en lo que le iba la vida. Escondiéndose detrás de un castaño, la vecina escudriñada la niebla a ver qué podía ser el bulto y vio que era una mujer, o que al menos ese aspecto tenía, y que estaba, efectivamente, recogiendo hojas secas caídas de los árboles con un rastrillo. La piadosa vecina, que no se cortaba nada y que no podía marchar de allí sin saber a ciencia cierta quien era la mujer esa, se la acercó por detrás mientras estaba agachada y le dijo:

–          Ah muyer, ¿cómo madruguis tantu p’atropar fuera? ¿Nun te das cuenta que entuvía nun se ve na? ¿Cómo no asperis a que amaneza?

La mujer, dando un respingo, se dio la vuelta, la miró con cara de nada amiga y apoyó el rastrillo en un castaño, empujándolo ligeramente. Buen salto tuvo que dar nuestra vecina de Otaríz, porque el árbol cayó al momento, como si lo hubiera derribado a una tormenta, y no le dio encima de milagro. Salió corriendo de allí y cuando llegó a la iglesia le contó lo que le había pasado al cura, el cual no le creyó mucho al principio, pero tuvo que convenir después que aquellos arañazos que la pobre mujer tenía en la cara no se los podía haber hecho ella misma para inventarse la historia.

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