Había hace tiempo, en la margen izquierda del río Nalón y cerca de los limites de los concejos de San Martín del Rey Aurelio y Laviana, unos cuantos pozos y charcos empantanados de cierta consideración.
Los que los recuerdan no dejan de indicar siempre los mal vistos que estaban estos pozos entre las gentes, pues era creencia común que a tales pozos iban a bañarse los judíos de la zona, unos judíos algo raros que tenían rabo. Pasaba entre los pozos un camino bastante frecuentado, rodeado de castaños que daban un aspecto fúnebre al lugar; la gente casi corría cuando pasaba por allí, y por las noches evitaban el camino o se hacían acompañar.
Eso era antes de que hubiese minas por aquí y de que todo cambiase tanto que ya no se pudiese reconocer. Sin embargo, el recelo y el miedo hacia el lugar siguió vigente durante bastante tiempo y aún hoy se cuentan historias como la siguiente:
Volvía a su casa un día un tal Andresín de la Peña, minero de profesión y bien conocido en Blimea. Era de noche y Andrés iba por el camino, de vuelta de la mina, con una antorcha para alumbrarse. A la vuelta de un recodo, vio que bastante por delante de él iba otra persona con otra luz. Quizás por curiosidad, quizás por miedo a atravesar esos parajes solo, se decidió Andresín a acelerar el paso y tratar de dar alcance al que iba por delante. Al principio no se dio cuenta, pero al cabo de un rato le pareció que cuanto más corría él más corría el otro y se empezó a estrañar.
Cuando llegó Andresín a la altura de pozos de Agua Papio, ya con el ceño fruncido y pensando quién podría ser el idiota ese que no se dejaba de alcanzar, encontró en el suelo unas madreñas, unos pasos adelante una antorcha ya casi apagada, y a otros pasos más, un hombre tirado en el suelo, medio desmayado y como dando las boqueadas. Andresín lo reconoció en seguida como un vecino de Blimea con el que había jugado a las cartas alguna vez, y tratando de incorporarlo le preguntó que le había pasado.
– Lo que pasó no estoy seguro – respondió con dificultad – lo que si sé, Andrés, es que llevo en el cuerpo un susto de la leche. Pues no iba yo caminando al pueblo cuando miro atrás y veo una luz que me persigue a lo lejos y que me pongo a correr yo y que se pone a correr la luz detrás mio y que corro yo más y él más y que, para mí, que era uno de esos judíos que venían a bañarse en el pozo y que llego al pozo y era como si estuvieran chapoteando por allí.
La madre que me parió, por poco me muero del susto.
No pudo por menos Andresin que echarse a reír a lo primero, y seguir riéndose hasta que llegaron al pueblo, a lo después, el uno descoyuntado por la risa, el otro lleno de vergüenza y previendo ya las chirigotas de todo el pueblo.